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EEUU busca derribar al fiscal especial de la trama rusa


La contraofensiva ha dado comienzo. El fiscal especial de la trama rusa, Robert Mueller, está en la diana del Partido Republicano y sus satélites. A las acusaciones de parcialidad y caza de brujas lanzadas por congresistas conservadores y el propio presidente Donald Trump, se han sumado un escándalo interno y un inmenso frente mediático en el que entra desde la belicosa cadena Fox hasta el respetado The Wall Street Journal. El fiscal, una leyenda viva del FBI, resiste. De momento.

Mueller es la pesadilla de Trump. Desde el inicio de las investigaciones, el presidente se ha considerado víctima de una persecución. Brutal y desmesurado, ha intentado cerrar el caso y, a golpe de tuits, desviar las miradas hacia su antigua rival, Hillary Clinton. La estrategia ha fracasado una y otra vez. Pero ahora puede haber una fisura.

La brecha es Peter Strzok, un alto cargo del FBI. Como lugarteniente del destituido director de la agencia, James Comey, jugó un papel clave en el cierre del caso de los correos privados de Clinton en 2016. Él fue supuestamente quien dictaminó que la demócrata, en el manejo de su cuenta, había sido “descuidada, pero no negligente”, lo que evitó la presentación de cargos. Strzok pasó luego a investigar la injerencia del Kremlin en la campaña electoral y acabó siendo uno de los pesos pesados del equipo del fiscal especial.

Desconocido para el público, su nombre salió a la luz este mes al descubrirse que en verano había sido apartado de las pesquisas por el propio Mueller. El motivo eran los incendiarios mensajes contra Trump que durante los comicios envió a su amante, una eminente abogada del FBI y colaboradora del fiscal especial.

El caso, aunque penalmente débil, ha servido para que los conservadores carguen su artillería. Pese a que no se han hecho públicas las misivas de Strzok, consideran que demuestran su odio hacia Trump y, por tanto, la parcialidad de sus decisiones: desde el carpetazo del caso Clinton hasta sus pesquisas en torno a la Casa Blanca.

Sobre esta base, los republicanos, especialmente los restos del antiguo tea party, han dado un paso más y ya sostienen que esta animadversión contamina al propio Mueller. El resultado, con peticiones de información al Congreso e investigaciones paralelas, es un amplio frente de batalla que ya apenas mira la posible implicación del presidente en el escándalo, sino que ha fijado su objetivo en el fiscal especial y antiguo director del FBI (2001-2013).

“Mueller ha formado un equipo de cruzados liberales, corrupto y extremadamente prejuiciado, que solo tiene una misión: destruir a nuestro presidente. Están tratando de generar una crisis constitucional que amenazará el imperio de la ley”, ha bramado la estrella de la Fox, Sean Hannity.

Los disparos son a matar. Y en cierto modo, previsibles. A medida que la investigación avanza, se han multiplicado. El cénit se ha alcanzado justo al cobrarse el fiscal su mayor pieza, Michael Flynn, el antiguo consejero de Seguridad Nacional. Bajo esta metralla, ya no es solo su trabajo el que está bajo escrutinio. Es también su vida y su pasado, incluida su amistad con su sucesor en el FBI y discípulo, James Comey, el hombre que en junio acusó al presidente de querer cortocircuitar la investigación de la trama rusa. “Mueller está en excesivo conflicto para investigar el FBI y debe dimitir a favor de alguien más creíble. La investigación seguramente continuaría, aunque quizá de la mano de alguien que no piense que su trabajo incluye proteger al FBI y a Comey ”, ha sentenciado The Wall Street Journal en un editorial.

El cerco no ha conseguido derribar a Mueller. Su prestigio aún es formidable, incluso entre los republicanos, en cuya órbita siempre se ha movido. Procedente de una familia patricia de Filadelfia, graduado en Princeton y marine condecorado por su heroísmo en Vietnam, en los años ochenta Ronald Reagan lo eligió fiscal en Boston, y posteriormente George Bush padre le sumó a las delicadas investigaciones contra el general panameño Manuel Antonio Noriega.

Arrollador e implacable, George Bush hijo le designó en 2001 director del FBI. Una elección aplaudida por republicanos y demócratas, como demostró que en su confirmación en el Senado todos votasen a favor. Y no defraudó.

A la semana de su llegada al puesto tuvo que enfrentarse al reto de su vida: los atentados del 11-S. Ahí se creció hasta el punto de que ciertos expertos atribuyen a su gestión la práctica ausencia de ataques terroristas en suelo estadounidense. Fue en ese periodo tormentoso cuando, lejos de dejarse caer en brazos del poder, se enfrentó al propio presidente y rechazó por ilegal el programa de escuchas indiscriminadas que querían aplicar Bush y su vicepresidente, Dick Cheney. En su resistencia, que estuvo a punto de llevarle a la dimisión, halló el apoyo del entonces adjunto al fiscal general, James Comey. Desde entonces, nunca dejaron de ser amigos.

Cimentada su fama de insobornable, con el triunfo de Barack Obama se mantuvo en el cargo e incluso obtuvo una prórroga excepcional que le permitió ser el director del FBI con más años en el cargo después de su fundador, Edgar Hoover. Retirado en 2013 y creyendo que su tiempo había pasado, la abrupta destitución de Comey por Trump, empujó al Departamento de Justicia, en un típico movimiento de contrapeso estadounidense, a nombrarle fiscal especial para sacudirse las sospechas de parcialidad. Nuevamente, no defraudó. Su investigación ya cuenta con cuatro imputados, entre ellos Flynn y el ex jefe de campaña electoral Paul Manafort. Pero son solo los primeros pasos. Fuera de los focos ha tomado cientos de declaraciones y acumula miles de pruebas. Su objetivo apunta mucho más alto. Tanto, que se ha vuelto peligroso para el poder y para él mismo. Las balas silban cerca.

Con información de El País



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